La Dama de Las Camelias by Alejandro Dumas (hijo)

La Dama de Las Camelias by Alejandro Dumas (hijo)

autor:Alejandro Dumas (hijo) [Dumas, Alejandro (hijo)]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788439282532
Amazon: 8497646916
editor: Everest Pub
publicado: 1990-01-14T23:00:00+00:00


Doblé aquella especie de madrigal en prosa y se lo envié con Joseph, que entregó la carta a Marguerite en persona, quien le respondió que contestaría más tarde.

Sólo salí un instante para ir a comer, y a las once de la noche aún no había recibido respuesta.

Entonces decidí no seguir sufriendo más tiempo y marcharme al día siguiente.

A raíz de aquella decisión, convencido de que si me acostaba no dormiría, me puse a hacer las maletas.

XV

Llevaríamos Joseph y yo una hors poco más o menos preparándolo todo para mi marcha, cuando llamaron violentamente a la puerta.

––¿Abro? ––me dijo Joseph.

––Abra ––le dije, preguntándome quien podría venir a mi casa a tales horas y no atreviéndome a creer que fuera Mar guerite.

––Señor ––me dijo Joseph al volver––, son dos señoras.

––Somos nosotras, Armand ––gritó una voz que reconocí ser la de de Prudence.

Salí de mi habitación.

Prudence, de pie, miraba las pocas cunosidades de mi salón; Marguerite, sentada en el canapé, reflexionaba.

Nada más entrar me dirigí hacia ella, me arrodillé, le cogí las dos manos, y muy emocionado le dije:

––¡Perdón!

Ella me besó en la frente y me dijo:

––Ya es la tercera vez que lo perdono.

––Iba a marcharme mañana.

––Mi visita no tiene por qué cambiar su decisión. No veng para impedirle que abandone París. Vengo porque no he tenid tiempo de contestarle en todo el día y no he querido que creyer que estaba enfadada con usted. Y eso que Prudence no quería qu viniese; decía que tal vez lo molestaría.

––¡Usted, molestarme usted, Marguerite! ¿Y cómo?

––¡Toma! Podía tener usted una mujer en casa ––respondió Prudence––, y no hubiera sido divertido para ella ver llegar otras dos.

Durante aquella observación de Prudence, Marguerite me miraba atentamente.

––Querida Prudence ––respondí––, no sabe usted lo que dice.

––Tiene usted un piso muy bonito ––replicó Prudence––. ¿Se puede ver el dormitorio?

––Sí.

Prudence entró en mi habitación, no tanto para visitarla cuanto para reparar la tontería que acababa de decir, y nos dejó solos a Marguerite y a mí.

––¿Por qué ha traído a Prudence? ––le dije entonces.

––Porque estábamos juntas en el teatro, y al salir de aquí quería tener alguien que me acompañara.

––¿Y no estoy yo aquí?

––Sí; pero, aparte de que no quería molestarlo, estaba segura de que al llegar a mi puerta me pediría subir a mi casa, y, como no podía concedérselo, no quería que se fuera con derecho a reprocharme una negativa.

––¿Y por qué no podía recibirme?

––Porque estoy muy vigilada, y la menor sospecha podría hacerme un gran perjuicio.

––¿Es ésa la única razón?

––Si hubiera otra, se la diría; ya hemos dejado de tener secretos el ono para el otro.

––Vamos a ver, Marguerite, no quiero andarme con rodeos para llegar a lo que quiero decirle. Con franqueza, ¿me quiere usted un poco?

––Mucho.

––Entonces ¿por qué me ha engañado?

––Amigo mío, si yo fuera la señora duquesa de tal o de coal, si tuviera doscientas mil libras de rents, y, siendo su amante, tuviese otro amante distinto de usted, tendría usted derecho a preguntarme por qué lo engañaba; pero, como soy la señorita Marguerite Gautier,



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